Esto era un rey viudo que tenía una hija muy guapa. La princesa se parecía tanto a la madre, que el rey no quería separarse de ella, ni a sol ni a sombra. A todas artes la llevaba
Pero la niña se estaba haciendo mayor y entró en edad de casarse. Un día le dijo a su padre:
Padre, todas las princesas del contorno se han casado ya. Y a mí ¿Cuándo me toca?
Pero pasó otro invierno, y el rey no volvió a hablar del asunto.
Llegó el verano y dispusieron trasladarse a la casa de campo. Resultó que llegaron la misma noche de San Juan, y los campesinos y los criados estaban celebrando una fiesta con hogueras, bailes y canciones. Una de las canciones decía:
La princesa prestó mucha atención. Al día siguiente llamó a una criada y le preguntó qué quería decir aquella letra.
¿no conoce usted esa leyenda, majestad? Pues mi abuela me contó, que se lo había contado su abuela, que muy lejos, muy lejos de aquí, está el castillo del Príncipe Durmiente. Dicen que es el príncipe más guapo que ha existido jamás, pero que padece el mal del sueño por culpa de un hechizo.
¿y quién le echó ese hechizo?
Pues dicen que la diosa lunar. Que una noche, estando el príncipe dormido en su terraza, lo vio y dicen que se enamoró de él perdidamente.
Quién, ¿la Luna?
Sí, majestad, la Luna Lunera Cascabelera.
¿y qué más?
Que sin poder resistirlo, tomó forma humana y bajó a darle un beso al príncipe mientras dormía. Y para que nadie se lo disputara, vertió un sueño eterno en sus ojos, dicen. Sólo la noche de san Juan ella pierde su poder y él se despierta. Lo demás lo dice el cantar: La niña que esté a su lado/ con él se ha de casar.
¿y dónde queda ese castillo?
Pues dicen… dicen que por donde salga la luna hay que ir, preguntando preguntando.
La princesa no se lo pensó dos veces. Aquella misma noche esperó a que saliera la luna por detrás de un monte. Y sin decirle nada a nadie, montó en su caballo y partió al galope.
La Luna ya estaba alta, cuando la princesa llegó a una casa que había en el bosque. Salió a recibirla una vieja revieja. La princesa le preguntó:
¿Tú sabes dónde está el castillo del príncipe durmiente?
Yo no, hija mía. Pero mi hijo el Sol lo sabrá. Escóndete en este arcón, para que no te deslumbre cuando llegue
¡A carne cruda huele aquí. Si no me la das, te como a ti!
Anda, hijo mío, si es una muchacha extraviada que anda buscando el castillo del príncipe durmiente.
Eso, mi hermana la Luna lo sabe, pero a nadie se lo dirá. Mejor que le pregunte a mis hermanas las estrellas.
Y mandaron a la princesa a casa de las estrella. Pero las estrellas tampoco lo sabían, y la mandaron a casa del aire, que está en todas partes, tanto de día como de noche. Y, claro, el aire lo sabía:
Coge por ese camino y no lo pierdas. Llegarás al castillo, que está guardado por dos leones. Si tienen los ojos abiertos, es que duermen; si los tienen cerrados, están despiertos. Ten cuidado, no te equivoques.
La princesa no se equivocó. Esperó a que los leones abrieran los ojos para pasar tranquilamente entre ellos. Cuando estuvo dentro, vio que era un palacio hermosísimo. Empezó a recorrerlo, y por todas partes había estatuas de hombres y mujeres que parecían de carne pero inmóviles. Había también grandes salones y jardines, todo limpio y bien cuidado, y en silencio total.
Al fin encontró el dormitorio del príncipe, y allí estaba, en una cama lujosísima, más guapo que un ángel y profundamente dormido. La princesa se sentó en una silla a su lado, a esperar a que despertara.
Pero la Luna que lo había visto todo desde el cielo, sintió mucha rabia. Esperó a que estuviera cerca la noche de San Juan y entonces bajó convertida en una muchacha pálida de ojos negros, muy negros. Y llamó a las puertas del castillo. La princesa se asomó al balcón.
Pasaba por aquí – dijo la Luna – y me ofrezco a ser tu doncella
Pues qué bien – dijo la princesa – aquí no hay nada que hacer, ya que la comida y la limpieza se hacen solas. Pero al menos me darás compañía
Así fue.
La doncella se sentó al otro lado de la cama del príncipe y empezó a darle conversación a la princesa. Cuando se acercó la noche de san Juan, un minuto antes de las doce hizo que asomaran los cascabeles de su poder. Estos se oyeron fuera del castillo, y dijo la doncella:
Ahí vienen los músicos. Asómese usted al balcón, verá que bien tocan
Y en efecto era una música deliciosa; tanto, quela princesa no pudo resistir y salió al balcón a escucharla. En ese momento, se despertó el príncipe, que al ver a la doncella a su lado, dijo:
Menos mal que esta vez hay alguien junto a mí. Tú has roto el encanto y contigo me casaré
En aquel momento volvió la princesa del balcón y el príncipe preguntó quién era.
Mi doncella – mintió la Luna
Pues que se quede con nosotros a ayudarnos a preparar la boda, como mis demás criados y cortesanos – dijo el príncipe, señalando a todas las estatuas que en aquel momento revivían. Todos se mostraron dichosos y rodearon al príncipe.
La princesa, mientras tanto, se apartó a un rincón y empezó a llorar amargamente.
Cuando le preguntaron qué quería que el príncipe le regalara por haber acompañado a la novia hasta su desertar, dijo:
Nadie sabía lo que era aquello, salvo un mago de la corte, que dijo:
Eso sólo lo quieren los que están cansados de vivir. Esa piedra dice siempre la verdad.
¿Y tú por qué estás cansada de vivir? – le preguntó el príncipe muy interesado.
Entonces vio que la princesa le hablaba a la piedra:
Piedra dura de la verdad, ¿quién esperó hasta el dulce despertar?
Y contestó la piedra:
Aleja, princesita, tu amargura. Que es la noche de San Juan, y ella vuelve a su negrura
En aquel momento se hizo un gran resplandor en los salones y se levantó un viento muy fuerte. De pronto apareció la luna en el cielo, que antes no estaba. La princesa le contó al príncipe lo ocurrido, y este lo comprendió y se casó con ella. Y colorín colorado este lunero cuento se ha acabado
Esto era un pobre jornalero que tenía tres hijos. Entre los cuatro juntaban más hambre que un cuartel. Un día, el Padre se resignó a ir a la casa de un rico y le pidió que dejara cultivar un trocito sus tierras. El rico consintió, pero a cambio de que le diera la mitad de la cosecha.
El jornalera y el hijo menor se pusieron a trabajar como leones. Los otros dos pasaban el tiempo sin hacer ni pún. Cuando empezó a brotar en trigo, el Padre mando que los tres hermanos se turnarán cada noche, para vigilar que ningún animal entrar a comerse las plantas.
La primera noche, el hermano mayor junto a la lumbre se quedó dormido. A la mañana siguiente, apareció todo el campo pisoteado y muchas plantas comidas.
El padre se desesperó:
¡menudo gandul estás tú hecho! ¡te voy a dar una paliza que te vas a enterar!
Pero el hermano pequeño se interpuso y evitó que al mayor le calentaran el trasero. La segunda noche pasó lo mismo con el hijo mediano: se quedó como un tronco junto al fuego.
– ¡me vais a matar! – Gritó el padre, tirándose de los pelos al ver el sembrado destruido. Ya se iba a quitar la correa, cuando otra vez intervino el más chico:
– ¡quieto, padre! De nada sirve que te pongas así. Esta noche me toca a mí hacer la guardia y ya verás cómo mañana traigo por los por las orejas a ese bicho que nos está hundiendo el trigal.
Aquella noche, Pedro, que así se llamaba el menor, se apartó del fuego para no dormirse y vigilada tras un árbol. A eso de la medianoche, se levantó una brisa suave que traía como sonido de cascabeles, y entre los cascabeles en esta canción:
El cuerpo anaranjado,
Crines de oro.
Mis cascos son azules,
Verdes mis ojos.
La cola violeta
Y añil. De fuego rojo
Son mis orejas
Pedro se puso a mirar por todas partes, hasta que había avanzar un caballito retozón. Aquí como, aquí no como, aquí brinco, aquí no brinco, el caballito correteaba sus anchas por todo el sembrado.
Pedro nos daba crédito a lo que estaba viendo y se pellizcaba. Cuando el caballito se acercó a la hoguera, pudo verlo mejor.
En efecto, aquel caballito de la de los siete colores del arco iris, como había dicho la canción. Pedro salió de detrás de un árbol con una estaca. Entonces el caballito habló:
ya que has sido capaz de descubrirme, me pondré a tu servicio. Cuando te veas en apuros, no tienes más que decir: ¡Caballito multicolor, necesito tu favor! Y enseguida vendré en tu ayuda.
No había terminado de hablar, cuando desapareció como soplo. Pedro se quedó como el que ve visiones. Lo malo es que cuando lo contó a la mañana siguiente, sus Hermanos se burlaron de él. Sólo el padre le creyó. Pero, viendo que estaban en la ruina, mandó a los tres hijos a que se buscará la vida por el mundo adelante.
Andando, andando, se les fue haciendo de noche. Los Hermanos mayores la dijeron a Pedro:
anda, tú que vigilas tan bien, súbete ese árbol y avísanos si ves venir fieras o gigantes, que por aquí hay muchos. Nosotros, mientras, dormiremos.
Como el árbol era muy alto hicieron una torre humana los dos mayores y Pedro escaló por ellos está la copa. Cuando estuvo arriba, los otros se apartaron y se echaron a reír:
¡ja, ja, has caído en la trampa! ¡a ver cómo bajas, hermanito!
Luego se fueron, dejándolo allí solo.
Al poco rato, Pedro sintió unas pisadas muy fuertes. Eran dos gigantes horribles que se sentaron al pie del árbol. Con aquellas bocazas que tenían, más grandes que un túnel, se pusieron hablar. Uno dijo:
– los del pueblo de abajo pronto se morirán de sed, porque se han secado todas las fuentes. ¡qué tontos! No saben que ya desviado del agua siete leguas. ¡ja, ja, ja!-Y dijo el otro:
– pues los el pueblo de arriba pronto se morirán de hambre, porque todo lo que siembran lo roen los ratones por la raíz; yo he juntado los de toda la comarca. ¡Con una docena de gatos, lo arreglaban! ¡ja, ja!
Entonces dijo el primero:
¡pues el tontaina del rey dice que no casará a su hija si no es con un caballero que sea capaz de montar en el arco iris! ¡como si eso fuera posible!
Pedro, que se enteró de todo, esperó a que se fueran los gigantes. Entonces exclamó:
¡caballito multicolor, necesito tu favor!
De repente apareció el caballito, que le dijo:
no tengas miedo y tirante con las piernas abiertas.
Así lo hizo el muchacho y cayó sobre el caballo en el momento de salir a galope. Muy pronto alcanzó a los dos hermanos, que se quedaron con la boca abierta cuando vieron a Pedro en aquel caballo de siete colores, y que, además, cantaba:
El cuerpo anaranjado,
Crines de oro.
Mis cascos son azules,
Verdes mis ojos.
La cola violeta
Y añil. De fuego rojo
Son mis orejas
– ¿queréis haceros ricos?-Les preguntó Pedro
– ¡hombre, vaya pregunta!
– pues sólo tenéis que hacer una cosa: uno a ir al pueblo de arriba y otro al pueblo de abajo. Allí pedís un real a cada vecino por devolverles el agua y la siembra. Yo os diré cómo
Pedro les explicó lo que tenían que hacer, pero los dos hermanos, en vez de cobrar un real, cobraron un dineral y dejaron arruinados a los dos pueblos, aunque con agua y sembrados.
Mientras, Pedro se presentó ante el palacio del rey, que al verlo sobre el caballito de siete colores, comprendió que aquel debía ser el marido de su hija. Pedro y la princesa se casaron y volvieron juntos en el caballito a buscar al Padre de Pedro. Pero poco antes de entrar en el pueblo el caballito desapareció de pronto y los dos se cayeron de culo.
Los Hermanos mayores se habían gastado todo el dinero en vino y francachelas. Un día pensaron:
volvamos a aquel pino donde nuestro hermano se enteró de tantas cosas.
Cuando estaban sumidos en el pino, llegaron los gigantes y uno de ellos dijo:
me da a mí en la narizota que alguien nos escuchó la otra vez, porque el pueblo de abajo tiene agua, y el de arriba, frutas y hortalizas. ¿No será…?
En ese momento miró para arriba y vio allí a los hermanos. Entonces, y le pegaron un zamarreo al pino y los dos hermanos cayeron directamente en las pocas de los gigantes, uno en cada una. Y colorín, colorado, este coloreado cuento se ha acabado
ERASE una mujer casada con un hombre muy rico que enfermó y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo:
—Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado.
Y, cerrando los ojos, murió.
La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa.
Al llegar el invierno, la nieve cubrió de un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo de nuevo matrimonio.
La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez, pero negras y malvadas de corazón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana.
—¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nosotras? —decían las recién llegadas—. Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina! —quitáronle sus hermosos vestidos, pusiéronle una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado—. ¡Mirad la orgullosa princesa, qué compuesta!
Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros trabajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa… Y, por añadidura, sus hermanastras la sometían a todos las mortificaciones imaginables; se mofaban de ella, le esparcían entre la ceniza los guisantes y las lentejas para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas…
A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en la cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban «Cenicienta».
Un día en que el padre se disponía a ir a la feria, preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.
—Hermosos vestidos —respondió una de ellas.
—Perlas y piedras preciosas —dijo la otra.
—¿Y tú, Cenicienta —preguntó—, qué quieres?
—Padre, cortad la primera ramita que os toque el sombrero cuando regreséis, y traédmela.
Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas; de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo.
Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedido, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre; allí la plantó, regándola con sus lágrimas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol.
Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.
Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa.
Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, pusiéronse muy contentas. Llamaron a Cenicienta, y le dijeron:
—Péinanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio.
Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al baile; y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese.
—¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porquería, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapatos, ¿y quieres bailar?
Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo finalmente:
—Te he echado un plato de lentejas en la ceniza; si las recoges en dos horas, te dejaré ir.
La muchachita, saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó:
—Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a recoger lentejas:
«Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito.»
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, y en un santiamén todos los granos buenos estuvieron en la fuente.
No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuente a su madrastra, contenta porque creía que la permitirían ir a la fiesta; pero la vieja le dijo:
—No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti —y como la pobre rompiera a llorar—. Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas.
Y pensaba: «Jamás podrá hacerlo». Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó:
—Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a limpiar lentejas:
«Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito.»
Y en seguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas y, finalmente, comparecieron bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, echando todos los granos buenos en las fuentes.
No había transcurrido aún media hora cuando, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llevó las fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitiría ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo:
—Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes vestidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza.
Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas.
No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se encaminó a la tumba de su madre bajo el avellano, y suplicó:
«¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!»
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata.
Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron. Y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza.
El príncipe salió a recibirla, y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano, y cada vez que se acercaba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: «Ésta es mi pareja».
Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo:
—Te acompañaré —deseoso de saber de dónde era la bella muchacha.
Pero ella se le escapó, y se encaramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella forastera se había escondido en el palomar. Entonces pensó el viejo: «¿Será la Cenicienta?»; y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar.
Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a casa, encontraron a Cenicienta entre la ceniza, cubierta con sus sucias ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea; pues la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano; allí se quitó sus hermosos vestidos y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de recogerlos. Y en seguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.
Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hubieron marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:
«¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!»
El pajarillo le envió un vestido mucho más espléndido aún que el de la víspera; y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó inmediatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitado, les respondía: «Ésta es mi pareja».
Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, empeñado en ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Subióse ella a la copa con la ligereza de una ardilla, saltando entre las ramas, y el príncipe la perdió de vista.
El joven aguardó la llegada del padre, y le dijo:
—La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral.
Pensó el padre: «¿Será la Cenicienta?»; y, cogiendo un hacha, derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa, y cuando entraron en la cocina allí estaba Cenicienta entre las cenizas, como tenía por costumbre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol y, después de devolver los hermosos vestidos al pájaro del avellano, volvió a ponerse su batita gris.
El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolillo:
«¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!»
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como jamás se viera otro en el mundo, con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos de admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respondía: «Ésta es mi pareja».
Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quiso acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez, que su
admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a un ardid; mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, quedósele la zapatilla izquierda adherida a uno de ellos. Recogióla el príncipe, y observó que era diminuta, graciosa, y toda ella de oro.
A la mañana siguiente presentóse en casa del hombre y le dijo:
—Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato.
Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas tenían los pies muy lindos.
La mayor fue a su cuarto para probarse la zapatilla, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que la zapatilla era demasiado pequeña, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo:
—¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrás necesidad de andar a pie.
Hízolo así la muchacha; forzó el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, presentóse al príncipe.
Él la hizo montar en su caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el avellano gritaron:
«Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va.
La novia verdadera en casa está.»
Miróle el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, diciendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato.
Subió ésta a su habitación, y aunque los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre alargándole un cuchillo:
—Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reina no tendrás necesidad de andar a pie.
Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, presentóse al hijo del Rey.
Montóla éste en su caballo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
«Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va.
La novia verdadera en casa está.»
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre manaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia.
—Tampoco es ésta la verdadera —dijo—. ¿No tenéis otra hija?
—No —respondió el hombre—, sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es imposible que sea la novia.
Mandó el príncipe que la llamasen; pero la madrastra replicó:
—¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla.
Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara y, entrando en la habitación, saludó al príncipe con una reverencia y él tendió el zapato de oro.
Sentóse la muchacha en un escabel, se quitó el pesado zueco y se calzó la chinela; le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la hermosa doncella que había bailado con él y exclamó:
—¡Ésta sí que es mi verdadera novia!
La madrastra y sus dos hijas palidecieron de rabia; pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomitas blancas:
«Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está.
Es la novia verdadera con la que va.»
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron una en cada hombro de Cenicienta.
Al llegar el día de la boda, presentáronse las traidores hermanas, muy zalameras, deseosas de congraciarse con Cenicienta y participar de su dicha. Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo, y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.
En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar.
Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.
Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves.
—Cuando cumpláis quince años —dijo la abuela— se os dará permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también bosques y ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.
Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a través de las aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos hacia la quilla del navío.
Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar.
A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.
¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro —dijo—, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes.
Al cabo de otro año tocóle el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez.
La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alta mar, y dijo que éste era el lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores.
Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, y en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas —dijo— y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente.
La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa.
Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.
—Ay si tuviera quince años! —decía—. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo habitan.
Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años. —. Bien, ya eres mayor —le dijo la abuela, la anciana reina viuda—. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas—. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango.
—¡Duele! —exclamaba la doncella.
—Hay que sufrir para ser hermosa —contestó la anciana.
La doncella de muy buena gana se habría sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. —¡Adiós!— dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja.
El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había música y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al aire las banderas de todos los países. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la música sonaba en la noche.
Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos. Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podían aplastarla. Hundiéndose en el agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.
Al amanecer, la tempestad se había calmado, pero del barco no se veía el menor resto; el sol se elevó, rojo y brillante, del seno del mar, y pareció como si las mejillas del príncipe recobrasen la vida, aunque sus ojos permanecían cerrados. La sirena estampó un beso en su hermosa y despejada frente y le apartó el cabello empapado; entonces lo encontró parecido a la estatua de mármol de su jardincito; volvió a besarlo, deseosa de que viviese.
La tierra firme apareció ante ella: altas montañas azules, en cuyas cimas resplandecía la blanca nieve, como cisnes allí posados; en la orilla se extendían soberbios bosques verdes, y en primer término había un edificio que no sabía lo que era, pero que podía ser una iglesia o un convento. En su jardín crecían naranjos y limoneros, y ante la puerta se alzaban grandes palmeras. El mar formaba una pequeña bahía, resguardada de los vientos, pero muy profunda, que se alargaba hasta unas rocas cubiertas de fina y blanca arena. A ella se dirigió con el bello príncipe y, depositándolo en la playa, tuvo buen cuidado de que la cabeza quedase bañada por la luz del sol.
Las campanas estaban doblando en el gran edificio blanco, y un grupo de muchachas salieron al jardín. Entonces la sirena se alejó nadando hasta detrás de unas altas rocas que sobresalían del agua, y, cubriéndose la cabeza y el pecho de espuma del mar para que nadie pudiese ver su rostro, se puso a espiar quién se acercaría al pobre príncipe.
Al poco rato llegó junto a él una de las jóvenes, que pareció asustarse grandemente, pero sólo por un momento. Fue en busca de sus compañeras, y la sirena vio cómo el príncipe volvía a la vida y cómo sonreía a las muchachas que lo rodeaban; sólo a ella no te sonreía, pues ignoraba que lo había salvado. Sintióse muy afligida, y cuando lo vio entrar en el vasto edificio, se sumergió tristemente en el agua y regresó al palacio de su padre.
Siempre había sido de temperamento taciturno y caviloso, pero desde aquel día lo fue más aún. Sus hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida, mas ella no les contó nada.
Muchas veces a la hora del ocaso o del alba se remontó al lugar donde había dejado al príncipe. Vio cómo maduraban los frutos del jardín y cómo eran recogidos; vio derretirse la nieve de las altas montañas, pero nunca al príncipe; por eso cada vez volvía a palacio triste y afligida. Su único consuelo era sentarse en el jardín, enlazando con sus brazos la hermosa estatua de mármol, aquella estatua que se parecía al guapo doncel; pero dejó de cuidar sus flores, que empezaron a crecer salvajes, invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas en las ramas de los árboles, hasta tapar la luz por completo.
Por fin, incapaz de seguir guardando el secreto, lo comunicó a una de sus hermanas, y muy pronto lo supieron las demás; pero, aparte ellas y unas pocas sirenas de su intimidad, nadie más se enteró de lo ocurrido. Una de las amigas pudo decirle quién era el príncipe, pues había presenciado también la fiesta del barco y sabía cuál era su patria y dónde se hallaba su palacio.
—Ven, hermanita —dijeron las demás princesas, y pasando cada una el brazo en torno a los hombros de la otra, subieron en larga hilera a la superficie del mar, en el punto donde sabían que se levantaba el palacio del príncipe.
Estaba construido de una piedra brillante, de color amarillo claro, con grandes escaleras de mármol, una de las cuales bajaba hasta el mismo mar. Magníficas cúpulas doradas se elevaban por encima del tejado, y entre las columnas que rodeaban el edificio había estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los nítidos cristales de las altas ventanas podían contemplarse los hermosísimos salones adornados con preciosos tapices y cortinas de seda, y con grandes cuadros en las paredes; una delicia para los ojos.
En el salón mayor, situado en el centro, murmuraba un grato surtidor, cuyos chorros subían a gran altura hacia la cúpula de cristales, a través de la cual la luz del sol llegaba al agua y a las hermosas plantas que crecían en la enorme pila.
Desde que supo dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas noches, acercándose a tierra mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de sus hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría por debajo de la soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba contemplando a su amado, el cual creía encontrarse solo bajo la clara luz de la luna.
Varias noches lo vio navegando en su preciosa barca, con música y con banderas ondeantes; ella escuchaba desde los verdes juncales, y si el viento acertaba a cogerle el largo velo plateado haciéndolo visible, él pensaba que era un cisne con las alas desplegadas.
Muchas noches que los pescadores se hacían a la mar con antorchas encendidas, les oía encomiar los méritos del joven príncipe, y entonces se sentía contenta de haberle salvado la vida, cuando flotaba medio muerto, a merced de las olas; y recordaba cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había besado ella. Pero él lo ignoraba; ni en sueños la conocía.
Cada día iba sintiendo más afecto por los hombres; cada vez sentía mayores deseos de subir hasta ellos, hasta su mundo, que le parecía mucho más vasto que el propio: podían volar en sus barcos por la superficie marina, escalar montañas más altas que las nubes; poseían tierras cubiertas de bosques y campos, que se extendían mucho más allá de donde alcanzaba la vista. Había muchas cosas que hubiera querido saber, pero sus hermanas no podían contestar a todas sus preguntas. Por eso acudió a la abuela, la cual conocía muy bien aquel mundo superior, que ella llamaba, con razón, los países sobre el mar.
—Suponiendo que los hombres no se ahoguen —preguntó la pequeña sirena—, ¿viven eternamente? ¿No mueren como nosotras, los seres submarinos?
—Sí, dijo la abuela —, ellos mueren también, y su vida es más breve todavía que la nuestra. Nosotras podemos alcanzar la edad de trescientos años, pero cuando dejamos de existir nos convertimos en simple espuma, que flota sobre el agua, y ni siquiera nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un alma inmortal, jamás renaceremos; somos como la verde caña: una vez la han cortado, jamás reverdece. Los humanos, en cambio, tienen un alma, que vive eternamente, aun después que el cuerpo se ha transformado en tierra; un alma que se eleva a través del aire diáfano hasta las rutilantes estrellas. Del mismo modo que nosotros emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres, así también ascienden ellos a sublimes lugares desconocidos, que nosotros no veremos nunca.
—¿Por qué no tenemos nosotras un alma inmortal? —preguntó, afligida, la pequeña sirena—. Gustosa cambiaría yo mis centenares de años de vida por ser sólo un día una persona humana y poder participar luego del mundo celestial.
—¡No pienses en eso! —dijo la vieja—. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores que los humanos de allá arriba.
—Así, pues, ¿moriré y vagaré por el mar convertida en espuma, sin oír la música de las olas, ni ver las hermosas flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer nada para adquirir un alma inmortal?
—No —dijo la abuela—. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que un hombre te quisiera con un amor mas intenso del que tiene a su padre y su madre; que se aferrase a ti con todas sus potencias y todo su amor, e hiciese que un sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para toda la eternidad. Entonces su alma entraría en tu cuerpo, y tú también tendrías parte en la bienaventuranza reservada a los humanos. Te daría alma sin perder por ello la suya. Pero esto jamás podrá suceder. Lo que aquí en el mar es hermoso, me refiero a tu cola de pez, en la tierra lo encuentran feo. No sabrían comprenderlo; para ser hermosos, ellos necesitan dos apoyos macizos, que llaman piernas.
La pequeña sirena consideró con un suspiro su cola de pez.
—No nos pongamos tristes —la animó la vieja—. Saltemos y brinquemos durante los trescientos años que tenemos de vida. Es un tiempo muy largo; tanto mejor se descansa luego. Esta noche celebraremos un baile de gala.
La fiesta fue de una magnificencia como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón eran de grueso cristal, pero transparente. Centenares de enormes conchas, color de rosa y verde, se alineaban a uno y otro lado con un fuego de llama azul que iluminaba toda la sala y proyectaba su luz al exterior, a través de las paredes, y alumbraba el mar, permitiendo ver los innúmeros peces, grandes y chicos, que nadaban junto a los muros de cristal: unos, con brillantes escamas purpúreas; otros, con reflejos dorados y plateados. Por el centro de la sala fluía una ancha corriente, y en ella bailaban los moradores submarinos al son de su propio y delicioso canto; los humanos de nuestra tierra no tienen tan bellas voces. La joven sirena era la que cantaba mejor; los asistentes aplaudían, y por un momento sintió un gozo auténtico en su corazón, al percatarse de que poseía la voz más hermosa de cuantas existen en la tierra y en el mar. Pero muy pronto volvió a acordarse del mundo de lo alto; no podía olvidar al apuesto príncipe, ni su pena por no tener como él un alma inmortal. Por eso salió disimuladamente del palacio paterno y, mientras en él todo eran cantos y regocijo, se estuvo sentada en su jardincito, presa de la melancolía.
En éstas oyó los sones de un cuerno que llegaban a través del agua, y pensó: «De seguro que en estos momentos está surcando las olas aquel ser a quien quiero más que a mi padre y a mi madre, aquél que es dueño de todos mis pensamientos y en cuya mano quisiera yo depositar la dicha de toda mi vida. Lo intentaré todo para conquistarlo y adquirir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio, iré a la mansión de la bruja marina, a quien siempre tanto temí; pero tal vez ella me aconseje y me ayude».
Y la sirenita se encaminó hacia el rugiente torbellino, tras el cual vivía la bruja. Nunca había seguido aquel camino, en el que no crecían flores ni algas; un suelo arenoso, pelado y gris, se extendía hasta la fatídica corriente, donde el agua se revolvía con un estruendo semejante al de ruedas de molino, arrastrando al fondo todo lo que se ponía a su alcance. Para llegar a la mansión de la hechicera, nuestra sirena debía atravesar aquellos siniestros remolinos; y en un largo trecho no había mas camino que un cenagal caliente y burbujeante, que la bruja llamaba su turbera. Detrás estaba su casa, en medio de un extraño bosque. Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales, mitad plantas; parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra; las ramas eran largos brazos viscosos, con dedos parecidos a flexibles gusanos, y todos se movían desde la raíz hasta la punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que se ponía a su alcance, sin volver ya a soltarlo. La sirenita se detuvo aterrorizada; su corazón latía de miedo y estuvo a punto de volverse; pero el pensar en el príncipe y en el alma humana le infundió nuevo valor. Atóse firmemente alrededor de la cabeza el largo cabello flotante para que los pólipos no pudiesen agarrarlo, dobló las manos sobre el pecho y se lanzó hacia delante como sólo saben hacerlo los peces, deslizándose por entre los horribles pólipos que extendían hacia ella sus flexibles brazos y manos. Vio cómo cada uno mantenía aferrado, con cien diminutos apéndices semejantes a fuertes aros de hierro, lo que había logrado sujetar. Cadáveres humanos, muertos en el mar y hundidos en su fondo, salían a modo de blancos esqueletos de aquellos demoníacos brazos. Apresaban también remos, cajas y huesos de animales terrestres; pero lo más horrible era el cadáver de una sirena, que habían capturado y estrangulado.
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Llegó luego a un vasto pantano, donde se revolcaban enormes serpientes acuáticas, que exhibían sus repugnantes vientres de color blancoamarillento. En el centro del lugar se alzaba una casa, construida con huesos blanqueados de náufragos humanos; en ella moraba la bruja del mar, que a la sazón se entretenía dejando que un sapo comiese de su boca, de igual manera como los hombres dan azúcar a un lindo canario. A las gordas y horribles serpientes acuáticas las llamaba sus polluelos y las dejaba revolcarse sobre su pecho enorme y cenagoso.
—Ya sé lo que quieres —dijo la bruja—. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres librarte de la cola de pez, y en lugar de ella tener dos piernas para andar como los humanos, para que el príncipe se enamore de ti y, con su amor, puedas obtener un alma inmortal —. Y la bruja soltó una carcajada, tan ruidosa y repelente, que los sapos y las culebras cayeron al suelo, en el que se pusieron a revolcarse.—. Llegas justo a tiempo —prosiguió la bruja—, pues de haberlo hecho mañana a la hora de la salida del sol, deberías haber aguardado un año, antes de que yo pudiera ayudarte. Te prepararé un brebaje con el cual te dirigirás a tierra antes de que amanezca. Una vez allí, te sentarás en la orilla y lo tomarás, y en seguida te desaparecerá la cola, encogiéndose y transformándose en lo que los humanos llaman piernas; pero te va a doler, como si te rajasen con una cortante espada. Cuantos te vean dirán que eres la criatura humana más hermosa que han contemplado. Conservarás tu modo de andar oscilante; ninguna bailarina será capaz de balancearse como tú, pero a cada paso que des te parecerá que pisas un afilado cuchillo y que te estás desangrando. Si estás dispuesta a pasar por todo esto, te ayudaré.
—Sí —exclamó la joven sirena con voz palpitante, pensando en el príncipe y en el alma inmortal.
—Pero ten en cuenta —dijo la bruja— que una vez hayas adquirido figura humana, jamás podrás recuperar la de sirena. Jamás podrás volver por el camino del agua a tus hermanas y al palacio de tu padre; y si no conquistas el amor del príncipe, de tal manera que por ti se olvide de su padre y de su madre, se aferre a ti con alma y cuerpo y haga que el sacerdote una vuestras manos, convirtiéndoos en marido y mujer, no adquirirás un alma inmortal. La primera mañana después de su boda con otra, se partirá tu corazón y te convertirás en espuma flotante en el agua.
—¡Acepto! —contestó la sirena, pálida como la muerte.
—Pero tienes que pagarme —prosiguió la bruja—, y el precio que te pido no es poco. Posees la más hermosa voz de cuantas hay en el fondo del mar, y con ella piensas hechizarle. Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso brebaje quiero lo mejor que posees. Yo tengo que poner mi propia sangre, para que el filtro sea cortante como espada de doble filo.
—Pero si me quitas la voz, ¿qué me queda? —preguntó la sirena.
—Tu bella figura —respondió la bruja—, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo esto puedes turbar el corazón de un hombre. Bien, ¿has perdido ya el valor? Saca la lengua y la cortaré, en pago del milagroso brebaje.
—¡Sea, pues! —dijo la sirena; y la bruja dispuso su caldero para preparar el filtro.
—La limpieza es buena cosa —dijo, fregando el caldero con las serpientes después de hacer un nudo con ellas; luego, arañándose el pecho hasta que asomó su negra sangre, echó unas gotas de ella en el recipiente. El vapor dibujaba las figuras más extraordinarias, capaces de infundir miedo al corazón más audaz. La bruja no cesaba de echar nuevos ingredientes al caldero, y cuando ya la mezcla estuvo en su punto de cocción, produjo un sonido semejante al de un cocodrilo que llora. Quedó al fin listo el brebaje, el cual tenía el aspecto de agua clarísima.
—Ahí lo tienes —dijo la bruja, y, entregándoselo a la sirena, le cortó la lengua, con lo que ésta quedó muda, incapaz de hablar y de cantar.
—Si los pólipos te apresan cuando atravieses de nuevo mi bosque —dijo la hechicera—, arrójales una gotas de este elixir y verás cómo sus brazos y dedos caen deshechos en mil pedazos —. Pero no fue necesario acudir a aquel recurso, pues los pólipos se apartaron aterrorizados al ver el brillante brebaje que la sirena llevaba en la mano, y que relucía como si fuese una estrella. Así cruzó rápidamente el bosque, el pantano y el rugiente torbellino.
Veía el palacio de su padre; en la gran sala de baile habían apagado las antorchas; seguramente todo el mundo estaría durmiendo. Sin embargo, no se atrevió a llegar hasta él, pues era muda y quería marcharse de allí para siempre. Parecióle que el corazón le iba a reventar de pena. Entró quedamente en el jardín, cortó una flor de cada uno de los arriates de sus hermanas y, enviando al palacio mil besos con la punta de los dedos, se remontó a través de las aguas azules.
El sol no había salido aún cuando llegó al palacio del príncipe y se aventuró por la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba con una claridad maravillosa. La sirena ingirió el ardiente y acre filtro y sintió como si una espada de doble filo le atravesara todo el cuerpo; cayó desmayada y quedó tendida en el suelo como muerta. Al salir el sol volvió en sí; el dolor era intensísimo, pero ante sí tenía al hermoso y joven príncipe, con los negros ojos clavados en ella. La sirena bajó los suyos y vio que su cola de pez había desaparecido, sustituida por dos preciosas y blanquísimas piernas, las más lindas que pueda tener una muchacha; pero estaba completamente desnuda, por lo que se envolvió en su larga y abundante cabellera. Le preguntó el príncipe quién era y cómo había llegado hasta allí, y ella le miró dulce y tristemente con sus ojos azules, pues no podía hablar. Entonces la tomó él de la mano y a condujo al interior del palacio. Como ya le había advertido la bruja, a cada paso que daba era como si anduviera sobre agudos punzones y afilados cuchillos, pero lo soportó sin una queja. De la mano del príncipe subía ligera como una burbuja de aire, y tanto él como todos los presentes se maravillaban de su andar gracioso y cimbreante.
Le dieron vestidos preciosos de seda y muselina; era la más hermosa de palacio, pero era muda, no podía hablar ni cantar. Bellas esclavas vestidas de seda y oro se adelantaron a cantar ante el hijo del Rey y sus augustos padres; una de ellas cantó mejor que todas las demás, y fue recompensada con el aplauso y una sonrisa del príncipe. Entristecióse entonces la sirena, pues sabía que ella habría cantado más melodiosamente aún. «¡Oh! —pensó— si él supiera que por estar a su lado sacrifiqué mi voz para toda la eternidad».
A continuación las esclavas bailaron primorosas danzas, al son de una música incomparable, y entonces la sirena, alzando los hermosos y blanquísimos brazos e incorporándose sobre las puntas de los pies, se puso a bailar con un arte y una belleza jamás vistos; cada movimiento destacaba más su hermosura, y sus ojos hablaban al corazón más elocuentemente que el canto de las esclavas.
Todos quedaron maravillados, especialmente el príncipe, que la llamó su pequeña expósita; y ella siguió bailando, a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo creía pisar un agudísimo cuchillo. Dijo el príncipe que quería tenerla siempre a su lado, y la autorizó a dormir delante de la puerta de su habitación, sobre almohadones de terciopelo.
Mandó que le hicieran un traje de amazona para que pudiese acompañarlo a caballo. Y así cabalgaron por los fragantes bosques, cuyas verdes ramas acariciaban sus hombros, mientras los pajarillos cantaban entre las tiernas hojas. Subió con el príncipe a las montañas más altas, y, aunque sus delicados pies sangraban y los demás lo veían, ella seguía a su señor sonriendo, hasta que pudieron contemplar las nubes a sus pies, semejantes a una bandada de aves camino de tierras extrañas.
En palacio, cuando, por la noche, todo el mundo dormía, ella salía a la escalera de mármol a bañarse los pies en el agua de mar, para aliviar su dolor; entonces pensaba en los suyos, a los que había dejado en las profundidades del océano.
Una noche se presentaron sus hermanas, cogidas del brazo, cantando tristemente, mecidas por las olas. Ella les hizo señas y, reconociéndola, las sirenas se le acercaron y le contaron la pena que les había causado su desaparición. Desde entonces la visitaron todas las noches, y una vez vio a lo lejos incluso a su anciana abuela —que llevaba muchos años sin subir a la superficie— y al rey del mar, con la corona en la cabeza. Ambos le tendieron los brazos, pero sin atreverse a acercarse a tierra como las hermanas.
Cada día aumentaba el afecto que por ella sentía el príncipe, quien la quería como se puede querer a una niña buena y cariñosa; pero nunca le había pasado por la mente la idea de hacerla reina; y, sin embargo, necesitaba llegar a ser su esposa, pues de otro modo no recibiría un alma inmortal, y la misma mañana de la boda del príncipe se convertiría en espuma del mar.
—¿No me amas por encima de todos los demás? —parecían decir los ojos de la pequeña sirena, cuando él la cogía en sus brazos y le besaba la hermosa frente.
—Sí, te quiero más que a todos —respondía él—, porque eres la que tiene mejor corazón, la más adicta a mí, y porque te pareces a una muchacha a quien vi una vez, pero que jamás volveré a ver. Navegaba yo en un barco que naufragó, y las olas me arrojaron a la orilla cerca de un santuario, en el que varias doncellas cuidaban del culto. La más joven me encontró y me salvó la vida, yo la vi solamente dos veces; era la única a quien yo podría amar en este mundo, pero tú te le pareces, tú casi destierras su imagen de mi alma; ella está consagrada al templo, y por eso mi buena suerte te ha enviado a ti. Jamás nos separaremos.
«¡Ay!, no sabe que le salvé la vida —pensó la sirena—. Lo llevé sobre el mar hasta el bosque donde se levanta el templo, y, disimulada por la espuma, estuve espiando si llegaban seres humanos. Vi a la linda muchacha, a quien él quiere más que a mí». Y exhaló un profundo suspiro, pues llorar no podía. «La doncella pertenece al templo, ha dicho, y nunca saldrá al mundo; no volverán a encontrarse pues, mientras que yo estoy a su lado, lo veo todos los días. Lo cuidaré, lo querré, le sacrificaré mi vida».
Sin embargo, el príncipe debía casarse, y, según rumores, le estaba destinada por esposa la hermosa bija del rey del país vecino. A este fin, armaron un barco magnífico. Se decía que el príncipe iba a partir para visitar las tierras de aquel país; pero en realidad era para conocer a la princesa su hija, y por eso debía acompañarlo un numeroso séquito. La sirenita meneaba, sonriendo, la cabeza; conocía mejor que nadie los pensamientos de su señor.
—¡Debo partir! —le había dicho él—. Debo ver a la bella princesa, mis padres lo exigen, pero no me obligarán a tomarla por novia. No puedo amarla, pues no se parece a la hermosa doncella del templo que es como tú. Si un día debiera elegir yo novia, ésta serías tú, mi muda expósita de elocuente mirada —. La besó los rojos labios, y, jugando con su larga cabellera, apoyó la cabeza sobre su corazón, que soñaba en la felicidad humana y en el alma inmortal.
—¿No te da miedo el mar, mi pequeñina muda? —le dijo cuando ya se hallaban a bordo del navío que debía conducirlos al vecino reino. Y le habló de la tempestad y de la calma, de los extraños peces que pueblan los fondos marinos y de lo que ven en ellos los buzos; y ella sonreía escuchándolo, pues estaba mucho mejor enterada que otro cualquiera de lo que hay en el fondo del mar.
Una noche de clara luna, cuando todos dormían, excepto el timonel, que permanecía en su puesto, sentóse ella en la borda y clavó la mirada en el fondo de las aguas límpidas. Le pareció que distinguía el palacio de su padre. Arriba estaba su anciana abuela con la corona de plata en la cabeza, mirando a su vez la quilla del barco a través de la rápida corriente. Las hermanas subieron a la superficie y se quedaron también mirándola tristemente, agitando las blancas manos. Ella les hacia señas sonriente, y quería explicarles que estaba bien, que era feliz, pero se acercó el grumete, y las sirenas se sumergieron, por lo que él creyó que aquella cosa blanca que había visto no era sino espuma del mar.
A la mañana siguiente el barco entró en el puerto de la capital del país vecino. Repicaban todas las campanas, y desde las altas torres llegaba el son de las trompetas, mientras las tropas aparecían formadas con banderas ondeantes y refulgentes bayonetas. Los festejos se sucedían sin interrupción, con bailes y reuniones; mas la princesa no había llegado aún. Según se decía, la habían educado en un lejano templo, donde había aprendido todas las virtudes propias de su condición. Al fin llegó a la ciudad.
La sirenita estaba impaciente por ver su hermosura, y hubo de confesarse que nunca había visto un ser tan perfecto. Tenía la piel tersa y purísima, y detrás de las largas y oscuras pestañas sonreían unos ojos azuloscuro, de dulce expresión.
—Eres tú —dijo el príncipe— la que me salvó cuando yo yacía como un cadáver en la costa —. Y estrechó en sus brazos a su ruborosa prometida.—. ¡Ah, qué feliz soy! —añadió dirigiéndose a la sirena—. Se ha cumplido el mayor de mis deseos. Tú te alegrarás de mi dicha, pues me quieres más que todos.
La sirena le besó la mano y sintió como si le estallara el corazón. El día de la boda significaría su muerte y su transformación en espuma.
Fueron echadas al vuelo las campanas de las iglesias; los heraldos recorrieron las calles pregonando la fausta nueva. En todos los altares ardía aceite perfumado en lámparas de plata. Los sacerdotes agitaban los incensarios, y los novios, dándose la mano, recibieron la bendición del obispo. La sirenita, vestida de seda y oro, sostenía la cola de la desposada; pero sus oídos no percibían la música solemne, ni sus ojos seguían el santo rito. Pensaba solamente en su próxima muerte y en todo lo que había perdido en este mundo.
Aquella misma tarde los novios se trasladaron a bordo entre el tronar de los cañones y el ondear de las banderas. En el centro del buque habían erigido una soberbia tienda de oro y púrpura, provista de bellísimos almohadones; en ella dormiría la feliz pareja durante la noche fresca y tranquila.
El viento hinchó las velas, y la nave se deslizó, rauda y suave, por el mar inmenso.
Al oscurecer encendieron lámparas y los marineros bailaron alegres danzas en cubierta. La sirenita recordó su primera salida del mar, en la que había presenciado aquella misma magnificencia y alegría, y entrando en la danza, voló como vuela la golondrina perseguida, y todos los circunstantes expresaron su admiración; nunca había bailado tan exquisitamente. Parecía como si acerados cuchillos le traspasaran los delicados pies, pero ella no los sentía; más acerbo era el dolor que le hendía el corazón. Sabía que era la última noche que veía a aquel por quien había abandonado familia y patria, sacrificado su hermosa voz y sufrido día tras día tormentos sin fin, sin que él tuviera la más leve sospecha de su sacrificio. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, y que veía el mar profundo y el cielo cuajado de estrellas. La esperaba una noche eterna sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma ni la tendría jamás. Todo fue regocijo y contento a bordo hasta mucho después de media noche, y ella río y bailó con el corazón lleno de pensamientos de muerte. El príncipe besó a su hermosa novia, y ella acarició el negro cabello de su marido y, cogidos del brazo, se retiraron los dos a descansar en la preciosa tienda.
Se hizo la calma y el silencio en el barco; sólo el timonel seguía en su puesto. La sirenita, apoyados los blancos brazos en la borda, mantenía la mirada fija en Oriente, en espera de la aurora; sabía que el primer rayo de sol la mataría. Entonces vio a sus hermanas que emergían de las aguas, pálidas como ella; sus largas y hermosas cabelleras no flotaban ya al viento; se las habían cortado.
—Las hemos dado a la bruja a cambio de que nos deje acudir en tu auxilio, para que no mueras esta noche. Nos dio un cuchillo, ahí lo tienes. ¡Mira qué afilado es! Antes de que salga el sol debes clavarlo en el corazón del príncipe, y cuando su sangre caliente salpique tus pies, volverá a crecerte la cola de pez y serás de nuevo una sirena, podrás saltar al mar y vivir tus trescientos años antes de convertirte en salada y muerta espuma. ¡Apresúrate! Él o tú debéis morir antes de que salga el sol. Nuestra anciana abuela está tan triste, que se le ha caído la blanca cabellera, del mismo modo que nosotras hemos perdido la nuestra bajo las tijeras de la bruja. ¡Mata al príncipe y vuelve con nosotras! Date prisa, ¿no ves aquellas fajas rojas en el cielo? Dentro de breves minutos aparecerá el sol y morirás. —Y, con un hondo suspiro, se hundieron en las olas.
La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la bella desposada dormida con la cabeza reclinada sobre el pecho del príncipe. Se inclinó, besó la hermosa frente de su amado, miró al cielo donde lucía cada vez más intensamente la aurora, miró luego el afilado cuchillo y volvió a fijar los ojos en su príncipe, que en sueños, pronunciaba el nombre de su esposa; sólo ella ocupaba su pensamiento. La sirena levantó el cuchillo con mano temblorosa, y lo arrojó a las olas con un gesto violento. En el punto donde fue a caer pareció como si gotas de sangre brotaran del agua. Nuevamente miró a su amado con desmayados ojos y, arrojándose al mar, sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma.
Asomó el sol en el horizonte; sus rayos se proyectaron suaves y tibios sobre aquella espuma fría, y la sirenita se sintió libre de la muerte; veía el sol reluciente, y por encima de ella flotaban centenares de transparentes seres bellísimos; a su través podía divisar las blancas velas del barco y las rojas nubes que surcaban el firmamento. El lenguaje de aquellos seres era melodioso, y tan espiritual, que ningún oído humano podía oírlo, ni ningún humano ojo ver a quienes lo hablaban; sin moverse se sostenían en el aire, gracias a su ligereza. La pequeña sirena vio que, como ellos, tenía un cuerpo, que se elevaba gradualmente del seno de la espuma.
—¿Adónde voy? —preguntó; y su voz resonó como la de aquellas criaturas, tan melodiosa, que ninguna música terrena habría podido reproducirla.
—A reunirte con las hijas del aire —respondieron las otras.—. La sirena no tiene un alma inmortal, ni puede adquirirla si no es por mediación del amor de un hombre; su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Nosotras volamos hacia las tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los seres humanos; nosotras les procurarnos frescor. Esparcimos el aroma de las flores y enviamos alivio y curación. Cuando hemos laborado por espacio de trescientos años, esforzándonos por hacer todo el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y entramos a participar de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecilla sirena, te has esforzado con todo tu corazón, como nosotras; has sufrido, y sufrido con paciencia, y te has elevado al mundo de los espíritus del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal, a fuerza de buenas obras, durante trescientos años.
La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. A bordo del buque reinaba nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que surcaban el cielo.
—Dentro de trescientos años nos remontaremos de este modo al reino de Dios.
—Podemos llegar a él antes —susurró una de sus compañeras—. Entramos volando, invisibles, en las moradas de los humanos donde hay niños, y por cada día que encontramos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. El niño ignora cuándo entramos en su cuarto, y si nos causa gozo y nos hace sonreír, nos es descontado un año de los trescientos; pero si damos con un chiquillo malo y travieso, tenemos que verter lágrimas de tristeza, y por cada lágrima se nos aumenta en un día el tiempo de prueba
ERASE una vez un rey que tenía doce hijas, a cual más hermosa. Dormían todas juntas en una misma sala, con las camas alineadas, y por la noche, a la hora de acostarse, el Rey cerraba la puerta con llave y corría el cerrojo.
Mas por la mañana, al abrir de nuevo el aposento, advertía que todos los zapatos estaban estropeados de tanto bailar, sin que nadie pudiese poner en claro el misterio.
Al fin, el Rey mandó pregonar que quien descubriese dónde iban a bailar sus hijas por la noche, podría elegir a una por esposa y, a la muerte del Monarca, heredaría el reino. Pero si al cabo de tres días con sus noches no hubiese esclarecido el caso, perdería la vida.
Al cabo de poco tiempo presentose un príncipe, que se declaró dispuesto a intentar la empresa. Fue bien recibido, y al llegar la noche se le condujo a una habitación contigua al dormitorio de las princesas. Pusiéronle allí la cama. Él debía averiguar adónde se iban ellas a bailar; y para que no pudiesen hacerlo en secreto o escaparse a otro lugar, dejaron abierta la puerta de la sala. Mas al príncipe le pareció que tenía plomo en los ojos y se quedó dormido; y cuando se despertó por la mañana, encontróse con que las doce habían ido al baile, pues todas tenían agujereadas las suelas de los zapatos. Lo mismo se repitió la segunda noche y la tercera, por lo cual el príncipe fue decapitado sin compasión.
Después de él vinieron otros muchos dispuestos a correr la suerte, y todos dejaron la vida en la empresa.
En esto, un pobre soldado que, habiendo recibido una herida, no podía seguir en el servicio, acertó a pasar por las inmediaciones de la ciudad donde aquel rey vivía. Topóse con una vieja, que le preguntó adónde iba.
—Ni yo mismo lo sé —respondióle él y, en broma, añadió—. Me entran ganas de averiguar dónde se desgastan los
zapatos bailando las hijas del Rey. Así, un día podría subir al trono.
—Pues no es tan difícil —replicó la vieja—. Para ello, basta con que no bebas el vino que te servirán por la noche y simules que estás dormido —luego, dándole una pequeña capa, añadió—. Cuando te la pongas, quedarás invisible y podrás seguir a las doce muchachas.
Con aquellas instrucciones, el soldado se tomó en serio la cosa y, cobrando ánimos, presentóse al Rey como pretendiente. Recibiéronle con las mismas atenciones que a los demás y le dieron vestidos principescos.
A la hora de acostarse, lo condujeron a la antesala de costumbre y, cuando ya se dispuso a meterse en la cama, entró
la princesa mayor a ofrecerle un vaso de vino. Pero él se había atado una esponja bajo la barbilla y, echando en ella el líquido, no se tragó ni una gota.
Acostóse luego y, al cabo de un ratito, se puso a roncar como si durmiese profundamente. Al oírlo, las princesas soltaron las carcajadas, y la mayor exclamó:
—He aquí otro que podría haberse ahorrado la muerte.
Se levantaron. Abrieron armarios, arcas y cajones y sacaron de ellos magníficos vestidos; y mientras se ataviaban y acicalaban ante el espejo, saltaban de alegría pensando en el baile.
Sólo la más joven dijo:
—No sé. Vosotras estáis muy contentas, y yo en cambio siento una impresión rara. Presiento que nos ocurrirá una desgracia.
—Eres una boba —replicó la mayor—. Siempre tienes miedo. ¿Olvidaste ya cuántos príncipes han tratado, en vano, de descubrirnos? A este soldado ni siquiera hacía falta darle narcótico. No se habría despertado el muy zopenco.
Cuando todas estuvieron listas, salieron a echar una mirada al mozo; pero éste mantenía los ojos cerrados y permaneció inmóvil, por lo que ellas se creyeron seguras.
Entonces la mayor se acercó a su cama y le dio unos golpes. Inmediatamente, el mueble empezó a hundirse en el suelo, y todas pasaron por aquella abertura, una tras otra, guiadas por la mayor.
El soldado, que lo había visto todo, sin titubear se puso su capota y bajó también detrás de la menor. A mitad de la escalera le pisó ligeramente el vestido, por lo cual la princesa asustada exclamó:
—¿Qué es eso? ¿Quién me tira de la falda?
—¡No seas tonta! —Exclamó la mayor—. Te habrás cogido en un gancho.
Llegaron todos abajo, encontrándose en una maravillosa avenida de árboles, cuyas hojas de plata brillaban y refulgían esplendorosamente. Pensó el soldado: «Es cuestión de proporcionarme una prueba»; y rompió una rama, produciendo un fuerte crujido al quebrarla.
La más joven volvió a exclamar:
—Pasa algo extraño. ¿No oísteis un crujido?
Pero la mayor replicó:
—Son disparos de regocijo, por la pronta liberación de nuestros príncipes.
Llegaron luego a otra avenida cuyos árboles eran de oro y, finalmente, a una tercera, en que eran de diamantes; y de cada una desgajó el soldado una rama, con gran susto de la pequeña; pero la mayor insistió en que eran disparos de regocijo.
Prosiguiendo, no tardaron en hallarse a la orilla de un gran río, en el que había doce barquitas y, en cada una, un gallardo príncipe. Aguardaban a las princesas, y cada cual subió a una en su barca, sentándose el soldado en la de la menor.
Dijo el príncipe:
—No sé por qué, pero esta barca es hoy mucho más pesada que de costumbre. Tengo que remar con todas mis fuerzas para hacerla avanzar.
—Debe de ser el tiempo —respondió la princesa—. Hoy está bochornoso, y también yo me siento deprimida.
En la orilla opuesta levantábase un magnífico y bien iluminado castillo, de cuyo interior llegaba una alegre música de timbales y trompetas. Entraron en él, y cada príncipe bailó con su preferida. Y también el soldado bailó, invisible, y cuando la princesa menor levantaba un vaso de vino, él se lo bebía, vaciándolo antes de que llegase a los labios de la muchacha, con el consiguiente azoramiento de ella; pero la mayor siempre le imponía silencio.
Duró la danza hasta las tres de la madrugada, hora en que todos los zapatos estaban agujereados y hubieron de darla por terminada. Los príncipes las devolvieron a la orilla opuesta, y esta vez el soldado se embarcó con la mayor. En la ribera se despidieron de sus acompañantes, prometiéndoles volver a la noche siguiente.
Al llegar a la escalera, el soldado pasó delante y se metió en su cama. Cuando las doce muchachas entraron fatigadas y arrastrando los pies, reanudó él sus ronquidos y ellas, al oírlos, dijéronse entre sí:
— ¡De éste nos hallamos seguras!
Desvistiéronse, guardando sus ricas prendas, y dejando los estropeados zapatos debajo de las respectivas camas, se acostaron.
A la mañana siguiente, el soldado no quiso decir nada deseoso de participar de nuevo en la magnífica fiesta, a la que concurrió la segunda noche y la tercera. Todo discurrió como la primera vez, durando el baile hasta el desgaste total de los zapatos. La tercera noche, empero, el soldado se llevó una copa como prueba.
Cuando sonó la hora de rendir cuentas, cogió el mozo las tres ramas y la copa y se presentó al Rey, mientras las doce hermanas escuchaban detrás de la puerta lo que decía.
Al preguntar el Rey:
— ¿Dónde han estropeado mis hijas sus zapatos?
Respondió él:
—Bailando con doce príncipes en un palacio subterráneo.
Y relató cómo habían ocurrido las cosas, aportando en prueba las ramas y la copa.
Mandó entonces el Rey que compareciesen sus hijas, y les preguntó si el soldado decía la verdad. Al verse ellas descubiertas, y que de nada les serviría el seguir negando, hubieron de confesar. Entonces preguntó el Rey al soldado a cuál de ellas quería por mujer.
—Como ya no soy joven, dadme a la mayor —contestó.
El mismo día se celebró la boda, y el Rey lo nombró heredero del trono. En cuanto a los príncipes, quedaron encantados durante tantos días como noches habían bailado con las princesas.
Vivían en Noruega un granjero y su esposa cuya única fortuna era una familia de once hijos y una hija. Los pobres andaban hambrientos y andrajosos hasta lo más cómodo del invierno. A pesar de su pobreza, todos los chicos eran buenos y valientes y la chica era tan linda que no tenía rival en toda Escandinavia.
Una vez, a finales de otoño, en torno al fuego en la vieja cabaña; fuera aullaba el viento, la lluvia azotaba las ventanas y estaba terriblemente oscuro. De pronto, se oyó un golpe en la puerta de la cabaña.
Asustado, el viejo granjero saber quién podía ser. Abrió la puerta y se quedó sin respiración: allí, delante de él, estaba un enorme oso polar.
– Buenas noches – dijo el oso polar.
– Buenas noches – murmuró el hombre.
– Vengo en busca de una esposa – dijo el oso – dame a tu hija y te haré tan rico como pobre eres ahora.
El anciano sacudió la cabeza. Era muy agradable hacerse rico de la noche la mañana, pero no deseaba perdiese a su querida hija.
Cuando recuperó el habla, dijo:
– Bueno, vuelve dentro de siete días y te daré la respuesta.
El oso polar se esfumó y entonces el hombre contó la conversación a su familia. Cuando la joven supo que era cortejada por un oso polar, rompió a llorar con amargas lágrimas.
– ¡vamos, vamos, hija! – intentaba consolarla su padre – nada te obligaremos a hacer contra tu voluntad. Todo acabará bien.
A partir de aquel momento, la joven no tuvo un instante de paz. Miraba con tristeza los escuálidos cuerpos de sus Hermanos, sus harapos y sus atrevidas caras y se le partía el corazón.
Así que, cuando pasaron los siete días de regreso al oso, ya había tomado una decisión.
– Que así sea, padre – dijo valientemente – me iré con el oso.
Lavó y zurció los escasos vestidos que tenía, junto todas sus cosas en un hatillo, se puso la capa y se dispuso partir. Se subió a las anchas espaldas del oso, se agarró con fuerza a su blanco pelo y con un triste saludo se despidió de toda su familia.
Cuando ya estaban lejos de la casa, el oso le preguntó si en su corazón sentía miedo.
– No, no lo tengo – respondió con aplomo.
– Entonces, agárrate fuerte, pues iremos tan rápido como el viento.
Y corrió sobre el suelo rocoso tan ligera y velozmente como si volara.
Al fin, se detuvo al pie de una alta montaña, golpeó una roca con su zarpa y en un instante aparecieron unas grandes puertas de hierro. Estas se abrieron por sí solas y el oso penetró en una reluciente caverna subterránea.
Ante el asombro de la joven, caminaron a través de habitaciones que reducían de oro y plata hasta que, finalmente, llegaron a una espléndida sala. En el centro había una muy grande y sólida mesa de roble con toda clase de exquisitos manjares.
El oso ordenó a la chica que desmontarse y tomar asiento a la mesa. Después le dio una campanilla de plata que, según le dijo, debía hacer sonar cuando se hará algo.
Y se fue, dejándola sola.
La muchacha comió y bebió hasta hartarse, como no lo había hecho su vida. Probó al menos una docena de platos tentadores, de entre los cientos que se alineaban ante ella.
Después de un viaje tan largo y una comida tan copiosa, se encontraba naturalmente muy cansada y tenía sueño. Agitó la campanilla y, de pronto, se encontró en un dormitorio preparado para ella.
La cama era muy blanda, con un colchón de plumas de cisne, almohadas de seda y un edredón de terciopelo con borlas doradas.
En el mismo momento en que apoyó la cabeza sobre la almohada, oyó un ruido de pasos en la habitación del lado.
– ¿quién podrá ser? – se preguntó asombrada en voz alta – es muy diferente al ruido que hacen las grandes patas del oso y, sin embargo, a ningún ser humano he visto por aquí.
Se levantó sigilosamente, se acercó a la puerta de la otra habitación y miró por el agujero de la cerradura. Lo que vio dentro la dejó atónita: ¡en la cámara había un hermoso joven! Parecía muy preocupado y a sus pies yacía la piel de un oso blanco.
Aunque la joven no lo supiera, el oso polar era en realidad un príncipe encantado, que sólo podía desprenderse de su piel de oso por la noche. Tan pronto como amanecía, volvía a convertirse en oso.
Pasaron los días. El oso era amable y dulce con la joven, pero ella añoraba la compañía humana. Después de todo, un oso es un oso y no un hombre.
La pobre bestia conocía la razón de su pesar y trataba de aparecer lo menos posible. Al final, las lágrimas y el aspecto desdichado de la muchacha conmovieron su corazón y prometió llevar la meta sus padres y hermanos.
Pero le dijo:
– Tienes que prometer una cosa: si tu madre quiere hablar contigo a solas, no lo permitas. Si desea saber que secretos has descubierto aquí, no se nos cuentes. Yo no te he preguntado qué sabes o que sospechas. Debes ser fiel y paciente o, de lo contrario, una horrenda desgracia caerá sobre ambos.
Ella se lo prometió, montón su lomo y la llevó a su casa.
La muchacha no reconoció su antigua y humilde choza sobre la colina. En su lugar, se alzaba una noble mansión con toros en las esquinas y muchos miradores, con ventanas hermosamente adornadas y tejas en el tejado.
– Aquí está tu casa – le dijo el oso – recuerda lo que me has prometido
– No lo olvidaré – respondió la muchacha.
Y el oso desapareció.
Cuando sus Padres la vieron, sus lágrimas de alegría no tuvieron fin. Sus Hermanos casi la aplastaron a besos y abrazos. Ninguno de ellos acertaba agradecerle la felicidad que había aportado. Ya ella, pobrecita, ¿qué tal le iba? ¿la trataba bien el oso? ¿Era muy horrible su guarida? Le hicieron un sinfín de preguntas.
La joven los tranquilizó. También ella debía bien. Aunque su casa se encontraba en el mismo centro de una montaña, en nada se parecía a la guarida de un oso polar: era un palacio maravilloso.
Les contó todo lo referente a su campanita de plata, su lecho con colchón de plumas de cisne y todas las maravillas de su nueva casa. Pero ni una sola palabra dijo sobre el oso.
Su Madre comenzó sospechar algo, pero por mucho que presionó a su hija, de nada más pudo enterarse. Después de cenar, la Madre llamó a su hija a su habitación. Pero recordando su promesa, la muchacha se negó a ir. Todo el tiempo le puso excusas: quería charlar con sus queridos Hermanos, ver todas las maravillas de la mansión, pasear por los jardines… Pero su Madre no cejó en su empeño y al final halló la manera de quedarse a solas con su hija, e hizo que contará todo lo que sabía sobre el oso polar.
– ¡Ah, claro! – dijo la Madre – el oso eso un troll y puede adoptar cualquier forma. Te diré lo que tienes que hacer: toma esta vela de cera y, al anochecer, enciéndela y llévala a la habitación del oso. Ilumina con ella su rostro, pero ten cuidado de que no caiga cera sobre él y se despierte. Eso sería terrible para ti.
La atemorizó de tal modo que la pobre muchacha se mostró dispuesta a hacer cualquier cosa que le dijese su madre.
A la hora convenida, el oso polar volvió en busca de la joven. Se despidió de su familia y regresó al palacio subterráneo.
Incapaz de mentir, confesó lo que había ocurrido entre su madre y ella.
– ¡Ay, querida! – suspiró el oso – lo hecho, hecho está. Pero te ruego que no hagas lo que te he dicho tu madre. Sé paciente un poco más y sabrás todo lo que tienes que saber.
La joven se había encariñado con el amable oso y se apenó por él. En realidad, no creía la historia de su madre de que era un troll perverso. Pero cuando volvió al palacio y se tendió a dormir le asaltaron de nuevo todos los miedos.
En medio de la noche se deslizó de la cama, encendió la vela de cera y entró de puntillas en la habitación del oso. Se acercó sigilosamente a su cama y alzó la vela sobre él. Cuando la luz le iluminó la cara vio que no era un troll. En realidad era el joven más hermoso de todos cuantos había visto. Y su cara estaba llena de pesar incluso dormido.
La muchacha se inclinó para verlo mejor y, al hacerlo, inclinó también la vela: tres gotas de cera caliente cayeron sobre el pecho del joven, que despertó con un estremecimiento y contempló horrorizado a la muchacha.
– ¿Qué has hecho? – grito, cubriéndose la cara con las manos – ahora los dos estamos perdidos. Si me hubieras hecho caso y hubieras esperado tan solo tres días más, me hubieras salvado. Debes saber que una bruja malvada mató a mi padre y me convirtió en oso polar. Y todo porque me negué a casarme con su repugnante hija. Ahora soy un oso de día y sólo por la noche, cuando nadie puede verme, vuelvo a ser un hombre. Si hubieras vivido conmigo todo un año, se hubiera roto el encantamiento. Ahora todo se ha perdido. Mañana estaré muy lejos, encerrado en el castillo de la bruja y de su repugnante hija que es rencorosa y cruel. Ahora estoy condenado a casarme con ella.
La muchacha lloraba por lo que había hecho, y entre lágrimas le rogó:
– Dime al menos el camino del castillo para que al menos pueda seguirte.
– Ese es el problema: no hay caminos para llegar al castillo. Se alza en una isla que está al este del sol y al oeste de la luna. Nadie conoce el camino
A la mañana siguiente, cuando la muchacha se despertó, el oso polar, y el castillo habían desaparecido. Se encontró sola, sentada en un claro de un sombrío bosque, con su hatillo como única compañía. Lloró de dolor y de vergüenza hasta que finalmente sus ojos se secaron; entonces tomó su hatillo y echó a andar, sin saber hacia dónde.
Anduvo días y días, hasta que llegó al pie de una alta roca, en cuya base se alzaba una casita. Junto a ella, sentada en un tronco, estaba una anciana hilando una fina hebra de plata con una rueca de oro.
La muchacha contó su historia a la anciana.
– ¡Ah, asique tú eres la joven que no cumplió su palabra! – dijo la anciana
– Sí, soy yo – confesó la joven – pero lo amo y haría cualquier cosa por rescatarlo.
– No puedo decirte donde se encuentra el castillo que está al este del sol y al oeste de la luna. Pero en cambio te prestaré mi veloz caballo, que te llevará hasta el Viento del Norte. él conoce todos los lugares y es posible que te lleve hasta allí.
La muchacha cabalgó durante muchos, muchísimos días hasta que sintió el helado aliento del Viento del Norte. Tiritando, se abrigó más con su capa y hundió la cara en la crin del caballo. Por fin, llegó a la puerta de la casa de hielo del Viento del Norte y llamó suavemente.
Él apareció en la puerta, salvaje y violento, enviando blancas nubes de aire helado sobre la cabeza de la muchacha que la hicieron estremecerse de frío.
Cuando le explicó lo que buscaba, el Viento del Norte se calmó y le habló:
– El castillo está muy lejos, más lejos de lo que yo nunca he ido. Pero si realmente deseas ir, te subiré a mis espaldas y trataré de llegar hasta allí
Dicho esto el viento del norte se infló hasta que se hizo tan grande y feroz que solo mirarlo dañaba los ojos. Después se precipitó a través de los cielos, siempre hacia delante, cruzando mares embravecidos hasta que ya casi no le quedaba aliento de lo cansado que estaba. Sus enormes alas comenzaron a flojear y fue descendiendo cada vez más hasta que sus pies cubiertos de plumas rozaron las crestas de las olas. Pero la visión de una distante isla le infundió nuevas fuerzas y, con un último soplido, logró depositar a la muchacha en la costa, justo al pie del mismo castillo. ¡Por fin había llegado a la tierra encantada que se encuentra al este del sol y al oeste de la luna!
El príncipe la vio desde la ventana y desbordó de alegría:
– Mañana se celebra mi boda. Pero tengo un plan para que tú me salves. Escucha atentamente: por la mañana diré que quiero hacer una prueba a mi novia. Le daré mi camisa para que lave las tres manchas de cera; si logra dejarla limpia, me casaré con ella de buen grado. Por supuesto no podrá hacerlo ya que solo una persona de corazón puro puede quitar esas manchas
Así fue. Al día siguiente, el príncipe le dijo a la repugnante novia que solo estaba dispuesto a casarse con una mujer que pudiese dejarle limpia la camisa, precisamente aquella que deseaba llevar puesta en la boda.
– No es una tarea muy difícil – dijo ella, con un ruidoso bufido.
Pero cuando comenzó a lavar y a frotar con todas sus fuerzas, las manchas de cera se volvieron negras y crecieron, y la camisa cada vez estaba más sucia. Cuando su madre intentó ayudarla, la camisa se volvió negra como el hollín.
– ¡Has fallado! – exclamó el príncipe – puesto que no has podido lavar mi camisa, eres indigna de ser mi esposa. Fuera del palacio está una mendiga; estoy seguro de que hasta ella lo puede hacer mejor que tú.
Al decir esto, se acercó a la ventana y la llamó para que entrara en el palacio.
Cuando apareció le preguntó:
– ¿eres capaz de limpiar esta camisa?
– Puedo intentarlo – replicó la muchacha.
Apenas sumergió la camisa en agua, se volvió tan blanca como la nieve recién caída.
– Está claro que tu corazón es de verdad puro – exclamó el príncipe triunfante – de manera que tú serás mi esposa.
Al instante, la vieja bruja y su repugnante hija se enfurecieron tanto que estallaron allí mismo. Y lo mismo debió ocurrirles a todas las demás brujas que moraban en el castillo, porque nadie volvió a oírlas o a verlas más.
En cuanto al príncipe y su encantadora prometida, se alejaron del castillo, tomados de la mano, y el viento del norte los transportó de vuelta a la casa de la muchacha, la mansión de la colina. Y allí vivieron en paz y felicidad hasta el fin de sus días.
Pero desde entonces nadie más ha encontrado el camino que lleva al castillo encantado, en la isla que está al este del sol y al oeste de la luna.
¡Era todo un misterio! Todas las noches, la bella hija del rey era encerrada con llave en su habitación y, sin embargo, todas las mañanas sus zapatos estaban rotos como si hubiera estado bailando durante largas horas
El rey prometió una gran recompensa a quien solucionara aquel misterio. Lo intentaron muchos, pero en vano; un día se presentó un joven que podía hacerse invisible gracias a una capa que le había regalado su madrina, que era una maga
Aquella noche, el joven se escondió junto al lecho de la princesa dormida. A media noche, la princesa se despertó como sonámbula y se metió por un pasadizo secreto que apareció en la pared. El joven no dudó en seguirla
Atravesaron un misterioso parque subterráneo. Al final de un paseo había un resplandeciente castillo, donde el Príncipe de la Noche esperaba a la hija del rey. El baile comenzó de inmediato.
Al alba, cuando la princesa regresó, encontró a su padre, a quien el joven había contado todo, esperándola, y también a la maga, que la liberó del encantamiento y le dio otro haciendo que se enamorara de su valiente ahijado